Nº 17 ~
Calaca tocando la marimba
México, 2011
Hecho a mano por Don Sshinda
Museo La Esquina, Guanajuato
Hace tiempo que he estado buscando un juguete mexicano que retratar, y estoy contenta de haber encontrado este ejemplo tan bonito hecho a mano por uno de los jugueteros artesanos más queridos de México. Esta calaca (esqueleto) tocando la marimba toma la idea de la muerte y le da humor y ligereza. Las representaciones tradicionales mexicanas de esqueletos me siguen resultando emocionantes y transgresoras, habiendo crecido en Europa, donde no se aborda el tema de la muerte, ni se habla de ella, de esta forma, especialmente en cuanto a niños se refiere.
Gumersindo España Olivares (1935-2018), apodado popularmente como Don Sshinda o Chinda, nació en el seno de una familia de artesanos jugueteros, y se convirtió en una especie de leyenda en su propio pueblo de Santa Cruz de Juventino Rosas, donde tenía su taller familiar, llamado La puerta vieja. Aquí fabricaba juguetes tradicionales de madera, como esta noria, o este maromero (acróbata) o estos cocodrilos sobre ruedas.
Se escribió un libro sobre él, al que puede accederse aquí, y se pueden ver vídeos de Don Sshinda hablando en su taller aquí y aquí.
Decía que no le gustaba hacer juguetes cuando no tenía una buena disposición, porque pensaba que afectaría lo que producía. Le gustaba hacer juguetes para hacer reír a los niños y niñas.
Esta calaca, galardonada en 2011 en el 1er Concurso Nacional del Juguete Popular Mexicano, me recuerda un poco a los magníficos Funnybones de Allan and Janet Ahlberg (en español, ¡Qué risa de huesos!), en los que el atributo de ser esqueleto a veces puede resultar casi secundario, pero todo hace gracia y funciona porque son lo que son. Me gusta esta idea de la muerte, de dejar de un lado la aprensión y los remilgos de mirar nuestros cuerpos por dentro, y también me gusta la idea de no asociar la muerte con sustos y miedos. Los esqueletos tienen un aspecto bastante ridículo, con sus amplias bocas y sus poses angulosas; parecen torpes y patosos, y, sin los movimientos garbosos que nos facilitan los músculos y tendones, son perfectos para la comedia de gags y bufonerías.
Mirando esta calaca, y pensando en esqueletos, hice memoria de cuando trabajé en un gran cementerio medieval en Londres hace unos veinte años. Es increíble pensar que todas esas personas que excavamos habían tenido, en vida, aspectos completamente diferentes las unas de las otras: algunas habrían sido gordas, otras escuálidas; algunas habrían sido mujeres, otras hombres; algunas habrían tenido naricitas chatas, otras orejotas grandes. En aquel momento no pensé en ello, y tampoco creo que lo hicieran mis compañeros. Nos centramos en crear registros de cada esqueleto, retirando cada hueso e insertándolo en la bolsa correspondiente tan rápida y eficazmente como era posible, y luego empezábamos con otro: íbamos a contratiempo. Esqueleto tras esqueleto, parecían idénticos, hasta que los límites de unos y otros se volvieron borrosos. Puede que de eso se trate: en efecto, la muerte es la gran igualadora, y nunca es más cierto que cuando no somos más que puñados de huesos indistinguibles.
Se me ocurrió que muchos de nosotros vamos por la vida tratando de evitar pensar en qué hay dentro de nosotros, y en qué hace que nuestros cuerpos sean lo que son – músculos, piel, venas, órganos, huesos. Nos puede parecer un poco inquietante o incluso impertinente cuando nos vemos reducidos a nuestros componentes corporales; cuando vemos nuestros cuerpos en calidad de materia; cuando se descomponen y se muestran las capas y la mecánica interior de un dedo, o una pierna, o una cabeza, como haríamos con un reloj. Pero de niña pensé a menudo en la fragilidad de la vida, en qué fácil es sangrar o morir; en superficies lisas que se rompen rápida y fácilmente: la manzana magullada, la rodilla raspada, la mosca aplastada, el corte profundo en un dedo al picar cebolla con un cuchillo.
También pensé en qué estamos haciendo cuando evitamos deliberadamente el tema de la muerte, especialmente con niños, y tratamos de ignorar cualquier mención de ella, por miedo a causar disgustos o tristeza. ¿Cómo podemos tratar de comprender nuestra relación con la vida si se nos alienta a no pensar en una parte esencial de ella, la muerte? Es una especie de extraña acrobacia mental la que esperamos que hagan nuestros hijos (y nosotros mismos) en este sentido.
Hace unas semanas, mis hijos y yo estábamos leyendo un libro de poesía para niños antes de ir a dormir, turnándonos para leer. Mi hijo acababa de leer un poema gracioso y divertido, que gustó a todos. Mi hija entonces cogió el libro y eligió uno al azar, en la siguiente página, pensando que sería del mismo estilo. Pero sin saberlo, había elegido el devastador poema de Seamus Heaney ‘Mid-Term Break’, sobre la muerte de su hermano menor. Cuando me di cuenta de lo que estaba leyendo, ya había leído la mitad. Me pillé a mí misma vacilando, e incluso sintiéndome molesta con el libro por un momento, por haber colocado ese poema al lado de otro de tono ligero. Visto en retrospectiva, aplaudo la decisión de la editorial.
Nuestro encuentro con el poema condujo a un intercambio interesante e intenso sobre la muerte, el significado de la vida y para qué sirve la poesía, y todo un catálogo de temas entre medio. El hecho de que surgiera de forma orgánica seguramente fue positivo, pero también me hizo ver que a veces me gustaría toparme con la muerte en un contexto que no esté vinculado a un evento trágico en concreto, o al menos hacerlo con más frecuencia.
Estos juguetes toman la idea de estar completamente muerto, y estar, literalmente, en los huesos, y lo yuxtaponen con algo tan absurdo y lleno de vida como montar en triciclo, hacer gimnasia o, en este caso, tocar la marimba. El efecto es delicioso y, al menos en mi caso, provoca risas de algo que se parece al alivio. Aquí nuestra amiga la calaca parece una celebración de la vida: nos movemos, hacemos tonterías, tocamos instrumentos, nos lo pasamos bien.
Esta visión particular de la muerte evita la oscuridad callada y susurrada, y reconoce su presencia diaria. Nos recuerda que, igual que nuestros muertos estuvieron en su día llenos de vida, nosotros lo estamos ahora en este instante –signifique lo que signifique para cada uno de nosotros –, y también nos llegará la muerte. Y así una y otra vez, en un ciclo conectado.
Quizás lo que me gusta de estos juguetes de Don Sshinda es que son, primordialmente, juguetes, cuya principal razón de ser es hacer reír a los niños. Los pequeños mecanismos inventados por el juguetero para hacer que se muevan están diseñados para encantar y asombrar. Al mismo tiempo, los juguetes también incorporan la muerte en la vida, las narrativas y el juego de forma natural, y al hacerlo parecen actuar como pequeñas válvulas de escape. El humor y la ligereza atemperan la gravedad y la oscuridad. Algunas de estas calacas también consiguen burlarse un poco de nuestra ansiedad existencial y nos hacen ver que podemos caer en la tentación de tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos, como cuando nos miramos al espejo unos segundos de más.
Yo contrataría a este esqueleto musical para tocar en mi funeral, sin pensarlo dos veces. Tiene los pies bien estables, y aunque parece que podría acabar tocando la misma canción una y otra vez, y posiblemente se le caería un mazo cada dos por tres, confío en que se le daría bien encargarse de la diversión.
Me pregunto si Don Sshinda se imaginó alguna vez cómo sería él convertido en uno de sus juguetes. Él dijo que pensaba que al hacer sus juguetes les daba parte de su espíritu, por el hecho de darles movimiento, y es bonito pensar en la idea de los ciclos de vida que contiene esta observación, en que el movimiento que le dio a sus juguetes continúa, aunque él ya no esté.
Yo me veo a mí misma como un esqueleto que toca la batería, o quizás un esqueleto bailador, con piernas huesudas que salen hacia los lados mientras me muevo, uno dos, uno dos. Tengo la sensación de que mi ‘yo calaca’ sería un genio de la comedia física. Sin duda tendría un triciclo, y por las mañanas, saldría de mi ataúd y haría volteretas de gimnasia en la rama de un árbol.